Desde el Duero al Puente de la Molinera
08-01-2002. Como sabéis, a Manolo Zapatero y a mí de vez en cuando nos da la locura de meternos para el cuerpo una buena caminata. Esta vez nos hemos propuesto recorrer por tramos el cauce del río Huebra desde su desembocadura.
Hoy pensamos hacer el primero, desde el Salto de Saucelle hasta el puente de La Molinera. Para ello dejamos aquí un coche y bajamos con el otro hasta la Quinta de La Concepción. El sol nos había acompañado desde Cabeza del Caballo pero cuando comenzamos a descender el puerto de Saucelle la niebla se nos echó encima y, aunque en el fondo del valle el día volvió a ser limpio, aquella nos acompañaría durante toda la marcha difuminando la silueta de los riscos más elevados. Aunque nos hemos levantado pronto los preparativos nos han entretenido y no comenzamos a andar hasta las 9.45 de la mañana. Al salir del coche nos recibió un enorme perro pastor alemán que comenzó a acompañarnos en nuestros primeros pasos por un camino realizado sobre una antigua escombrera, en el margen izquierdo del río (en el termino de Hinojosa).
Este canino terminó pronto y continuamos nuestra marcha por la ladera, cerca del Huebra pero sin bajar hasta el cauce. Este año las lluvias han sido escasas y la corriente es mínima; apenas se divisa un hilo de agua que une entre sí a los profundos y largos pozos. Sin embargo el blanco de las redondeadas rocas nos muestra que la ausencia de musgo hasta una altura considerable es la consecuencia de la gran cantidad de agua que discurre habitualmente sobre ellas. Manolo es partidario de bajar hasta el río ya que piensa que será mas fácil avanzar saltando entre las piedras. Yo no lo veo así y creo que es preferible continuar por la ladera y aprovechar los intrincados carriles que deja a su paso algún ganado que parece que pasta por allí. Además, para bajar siempre hay tiempo.
Asombrados comprobamos que el pastor alemán continua con nosotros a pesar de que nos vamos alejando de sus dueños. Nos da pena reñirle para que se vuelva y pensamos que debe estar acostumbrado a acompañar durante un tiempo a otras personas que, como nosotros, se adentren en los arribes, y que pronto retornará él sólo a su casa. Además, pronto nos encontramos con la primera dificultad seria, ya que, para pasar por lo que nos parece un desfiladero que nos evitaría tener que subir hasta lo mas alto del gran cañón en el que nos hemos adentrado, tenemos que ascender por unas resbaladizas lastras aprovechando algunas hendiduras y asiéndonos de los raquíticos matorrales cuyas raíces se aferran a ellas. El desfiladero no es tal ya que nos conduce hasta unos infranqueables riscos. Tenemos que comenzar a ascender buscando un nuevo paso, ahora ya entre los que más odiamos en todas nuestras caminatas por los arribes: las zarzas. A trancas y barrancas conseguimos salir a un descampado y allí, ante nuestra sorpresa nos estaba esperando nuestro ya fiel compañero. Ya le estábamos cogiendo cariño y pensamos que le dejaríamos acompañarnos hasta el final del camino y lo devolveríamos a su dueño a nuestro regreso. Manolo lo comenzó a llamar Sultán, yo Dinamita.
Reanudamos el camino con la intención de bajar hasta el cauce del río para probar la ascensión por él. Tampoco el descenso de la ladera nos resulto fácil y en más de un lugar tuvimos que resbalar por el musgo de las peñas, arañarnos con las zarzas y cruzar por estrechos pasadizos. Finalmente llegamos a un amplio arenal y desde allí comprobamos apenados que Sultán-Dinamita no había podido seguirnos y gañía desde lo alto de una roca. No quisimos llamarlo demasiado para no ponerlo en peligro y pensamos que si él podía nos volvería a encontrar.
Nuestra aventura por el cauce duro poco: Las blancas y resbaladizas piedras del río, alisadas y redondeadas por el efecto desbastador del agua, tenían un tamaño muy superior al que se divisaba desde lo alto de los riscos. De todas formas aunque hubiéramos querido seguir saltando por ellas, pronto un profundo piélago, encajonado entre grandes lastrones, nos obliga a volver a subir a la ladera para poder franquearlo. Allí nos volvemos a reencontrar con nuestro compañero de fatigas y comenzamos a pensar si no era mejor dejar que fuera él quien nos guiara. Y así lo hicimos algunas veces cuando volvimos a encontrar pasos de ganado en una zona donde era realmente asombroso que hasta allí llegasen vacas. Lo malo de esos carriles, cuando se dirigen hacia abajo, es que no sabes si van o vienen. Así, en varias ocasiones tuvimos que regresar sobre nuestros pasos para comprobar que terminaban en lugares infranqueables hasta los que habían llegado los animales buscando pasto. Otras veces se trataba de sendas de jabalís que terminaban adentrándose en los zarzales.
En cierto momento descubrimos un paso de ganado que nos llamó la atención ya que en cierto modo había sido acondicionado retirando las piedras hacia un lado. Decidimos seguirlo aunque se dirigía bajando hasta un pequeño pero profundo valle lleno de árboles y matorrales. No nos arrepentiríamos de ello, no solamente por que finalmente se trataba de una senda limpia, sino por que nos adentró en un paisaje realmente hermoso pese a que nos hallamos en la época del año más desfavorable para contemplarlo. Por el fondo el valle discurre, en estos momentos totalmente hesitado, el que creemos que es el Arroyo de La Pelona. Aquí un largo y verde musgo cubre todas las rocas y llega a ascender por el tronco de los muchos hojaranzos, enebros y olivos silvestres que se distribuyen a uno y oto lado del regato entre esparragueras, ruscos -con sus rojas bayas-, escobas rubias, piornos, zarzamoras, rosales silvestres, escaramujos, espinos, enredaderas... y, especialmente, hiedra. Esta abunda por doquier agarrándose a las rocas, metiendo sus raíces en todas sus hendiduras. Pero es en su ascensión por los troncos de los hojaranzos donde alcanza su esplendor hasta el punto de que algunos de ellos parece que se hallasen totalmente cubiertos de sus propias hojas cuando la realidad es que a unos aún no les han salido ni las primeras gemas y otros no las tendrán nunca por tratarse de viejos troncos secos. Abandonamos este angosto regato con cierta frustración de no poderlo ver durante la primavera cuando el agua discurra abundante y la vegetación esté en su máximo esplendor . Tal vez tengamos el valor de volver entonces. Ahora continuamos el sendero que nos ha traído hasta aquí y avanzamos un buen trecho sin grandes obstáculos.
De pronto se nos descubrió una zona limpia de matorrales y pudimos ver una roca cuyo perfil se mostraba majestuoso sobre el fondo del río Nos pareció un buen lugar par sacarnos una fotografía con nuestro amigo Sultán- Dinamita y, ya que el reloj marcaba l.30, nos dispusimos a hacer una hoguera donde preparar las viandas que nos habíamos traído: panceta y costilla. Clavamos la costilla en unos palos de escoba verde, arrebujamos los trozos de panceta a otro mas grande y así las asamos para después comernos todo ello regado con el vino de nuestra inseparable bota. Desde luego compartimos nuestra comida con nuestro compañero y sin casi reposarla continuamos nuestro camino.
Pero vamos en el sentido contrario y terminamos obligados a meternos de nuevo en el cauce del río. Como la primera vez solamente conseguimos andar unos cientos de metros. De nuevo un gran piélago nos corta el paso y esta vez las orillas son verdaderamente infranqueables. Pero aquí podemos contemplar una zona asombrosa: Las rocas del centro del cauce son enormes pero no han podido aguantar la acción erosiva del agua. Esta ha ido formando entre ellas caprichosas figuras, alisando todas las aristas, creando oquedades y ondulaciones entre las que descansan como si se tratasen de enormes huevos de dinosaurio otras piedras más pequeñas perfectamente redondeadas. Además, las marcas dejadas por los diferentes niveles del agua han dibujado sobre el granito líneas horizontales de diferentes tonalidades y una gran belleza plástica. Alguna de esas extrañas figuras nos recuerdan las construcciones modernistas de Gaudí.
Nos entretenemos sacando algunas fotografías antes de enfrentarnos al serio problemas de salir de allí antes de que sea tarde para llegar de día a nuestro destino. Pronto comprendemos que la única salida hay que buscarla ascendiendo-si podemos- por la orilla contraria a la que hemos utilizado hasta ahora. Tenemos que pasar al término de Saucelle. Pero Sultán se niega a cruzar el poco agua que hay entre las rocas y, pese a que intentamos pasarlo por varios sitios, tenemos que optar por dejarlo mientras subimos por los lastrones oyendo apenados sus lastimeros gemidos. Pensamos -con pocas esperanzas-que tal vez nos lo volvamos a encontrar más adelante al igual que había ocurrido por la mañana y, de todas formas, confiábamos que sabría regresar a la Quinta.
El siguiente tramo del río es especialmente angosto y nos obliga a ascender hasta lo mas alto de los riscos si no queremos correr el riesgo de que se nos haga de noche en lo mas profundo de la depresión. Esto nos supuso un mayor esfuerzo físico pero nos aseguraba el conseguir llegar hasta el coche aunque fuera de noche ya que ya habíamos divisado a lo lejos la carretera del puerto de la Molinera. Pronto comenzamos a ver bancales abandonados y tuvimos la sensación de estar de nuevo en la civilización. Llegamos hasta un amplio camino cerca de unas pobladas buitreras -que casi no podemos divisar debido a la niebla que nos ha acompañado durante todo el camino-(Posteriormente nos enteramos que se trata del mirador de Las Janas) y avanzamos por él unos cientos de metros después de hacer una parada para coger unas almendras abandonadas. Las fuimos comiendo mientras continuamos hasta divisar que nos hallábamos frente al cachón del río Camaces. A nuestra izquierda la carretera bordea a lo largo de varios kilómetros la rivera de Las Casas y desde una atalaya podemos ver que es mejor volver a bajar al río para cruzarlo y finalizar la marcha cerca de la carretera que va hasta Hinojosa. Bajamos hasta la desembocadura de un pequeño arroyo y hacemos un alto en el camino para tomar una pinta de vino mientras escuchamos el suave murmullo del agua entre las redondeadas piedras en una zona un poco menos abruta. Realizamos un último esfuerzo para ascender hasta la mencionada carretera que discurre paralela al río. Después de ver a lo lejos el puente de La Molinera salimos a ella junto a las ruinas de una antigua casa de camineros que, aunque le falta la techumbre, aun conserva una robusta estructura recuerdo de tiempos mejores para estos lugares ahora totalmente desamparados. Los dos últimos kilómetros los hacemos tranquilamente por la carretera y llegamos casi anochecido hasta el coche.
Ya solamente nos queda regresar hasta el Salto de Saucelle a recoger nuestro otro automóvil. Allí tuvimos la alegría de volver a ver a Sultán-Dinamita que nos saludo cariñosamente aunque nos pareció ver en su mirada un cierto reproche por haberlo dejado "tirado" en medio del camino. El restaurante de la Quinta de la Concepción estaba cerrado al igual que por la mañana (Parece ser que los dueños descansan los lunes) y nos quedamos con las ganas de saber el verdadero nombre de nuestro inesperado acompañante. Otro día será.