Nos levantamos a las siete de la mañana después de no dormir mucho, ya que el cansancio era más grande de lo que nos parecía antes de acostarnos y nos era difícil mantener una postura cómoda en el duro suelo. Además Sebastián se despertó a las cuatro de la madrugada y se puso a grabar con su cámara de video de visión nocturna .
Cuando terminamos de colocar las cosas en las mochilas nos dimos cuenta de que ni ordenándolas de una manera más racional, colocando todo en una sola mochila cada uno cargada a la espalda, ni restando lo que comimos el día anterior, habíamos disminuido de una manera importante la carga que tendríamos que soportar. Además comprobamos antes de salir que a Sebastián ya le había salido alguna ampolla y esto no era un buen presagio. Pero decidimos seguir adelante y, en principio, pensamos salir de la vía y dirigirnos por carretera hasta Vila Nova de Foz. Pero al comenzar a subir la gran pendiente que nos separaría del río decidimos que era mejor sufrir el mal estado del viejo camino de hierro, madera y piedras que aventurarnos por una pendiente que amenazaba tener bastantes kilómetros.
Continuamos por una vía cada vez más abandonada y en algunos tramos las traviesas habían desaparecido por efecto de algún fuego. No había más remedio que continuar machacando los pies pisando directamente en los rollos. Pero la excelente temperatura de las primeras horas del día nos empujaba a seguir junto al río mientras el paisaje continuaba siendo mas o menos escarpado. Por aquí y por allí surgían cada vez más viñas y en una de ellas vimos a las primeras personas trabajando esforzadamente. Aun tardamos varias horas en llegar al primer pueblo junto a la presa de Pocinho, lugar donde se halla la primera esclusa que permite la subida de los barcos de calado medio hasta Vega Terrón. Allí tomamos café y nos pertrechamos de agua y vino para continuar el camino.
Al entrar de nuevo en la vía vimos con sorpresa que a partir de aquí circulan trenes habitualmente. No nos hace ninguna gracia pero no tenemos más remedio que continuar por ella si no queremos separarnos varios kilómetros del Duero. Además los montes son demasiado altos como para intentar ascender atravesando las viñas llenas de bancales. Pronto pasa un tren y comprendemos que hay que tener cuidado en no cruzarse con alguno en algún puente y menos aun en algún túnel que estamos seguros tiene que haber más adelante.
No lejos del pueblo se nos acerca una perra acompañada de un cachorro ya crecido. A Manolo se le ocurre acariciarle la cabeza y, no sabemos si debido a ello o al olor de las numerosas viandas que llevamos, decide abandonar a su cría y acompañarnos a pesar de que le reñimos para que no lo haga. Pronto se nos presenta el primer túnel y nos adentramos en con el miedo en el cuerpo. Comprobamos que arrimándonos bien a la pared es difícil que el tren te alcance y además vemos que cada pocos metros hay refugios de seguridad. Este túnel no era muy largo pero si bastante oscuro debido a que se halla en una curva. De todas formas pasamos lo más rápidamente posible y afinando el oído al mínimo ruido sospechoso de ser el de alguna locomotora.
Después de varios kilómetros por la nueva vía podemos comprobar que andar por ella es aún más duro que por la abandonada ya que esta tiene una mayor cantidad de rollos llenos de aristas que invaden en grandes tramos toda la superficie de las traviesas. Además no hay senderos que te permitan salir fuera de ella. Aunque intentaba disimularlo, a Sebastián se le empezaba a notar en el rostro las huellas de un sufrimiento bastante intenso. Paramos a comer pronto para descansar y ver el estado en que se hallaban nuestros pies. Los de Manolo y los míos parecían bastante enteros, pero los de nuestro compañero presentaban un estado lamentable. Le habían estallado varias ampollas y la casi ausencia de callos en sus pies hacia parecer que estuvieran en carne viva. Comimos copiosamente, más por el ansia de quitar peso a las mochilas que por el propio hambre y, después de pegarle unos buenos lingotazos a la bota e vino, descansamos un buen rato con la esperanza de que los pies de Sebastián se repusieran hasta que tuviéramos la suerte de poder abandonar la vía y tomar un camino mas favorable. Mientras tanto la perra seguía infatigable a nuestro lado a pesar de que, con gran dolor por nuestra parte, habíamos intentado alejarla de nuestro lado arrojándole piedras. Lo único que conseguimos es que nos siguiera más alejada.
Reanudamos el camino y continuamos pisando cada vez más angulosas piedras con la esperanza siempre de que pudiéramos llegar los tres al menos hasta la primera carretera que nos sacara de aquel sufrimiento. En esta zona las orillas del rió siguen estando rodeadas de altas y redondeadas montañas aunque comenzamos a ver que las viñas son más abundantes y en algunos casos ocupan montes enteros en cuya cima se hallan verdaderas casas solariegas. Así llegamos hasta la estación de Freixo de Numao y aquí Sebastián decide que no puede seguir y que es mejor que continuemos Manolo y yo solos ya que no aguanta más ese dolor se sus pies que lleva sufriendo desde hace veinte kilómetros. Nosotros, muy a nuestro pesar, no hacemos demasiados esfuerzos para convencerle de que siga ya que habíamos visto el estado en que se hallaban sus ampollas y comenzamos a buscar la manera de hacerlo llegar al pueblo más próximo para que se dirigiera, bien hacia Oporto a esperarnos o bien de regreso hacia España. Al acercarnos a la estación habíamos visto una familia pescando y nos dirigimos hasta donde estaban. Inesperadamente nos informan que todos los días pasa un tren que llega hasta Oporto. Solamente hay que esperar hasta las siete de la tarde. No lo pensamos más y decidimos que Sebastián se fuera en él y nos fuera esperando más adelante. Calculamos que al día siguiente podíamos estar al atardecer en la ciudad de Peso da Regua y que él nos esperara allí en la estación. Le dejamos comida y agua y descargamos de nuestras mochilas algunas cosas innecesarias, entre ellas la tienda de campaña. No demasiadas pues Sebastián no estaba como para llevar excesivo peso ni yendo en el tren. Nos sacamos los tres una fotografía de despedida después de haber andado junto por las vías del tren cuarenta kilómetros, y dejamos apenados a Sebastián mientras continuamos el camino con la idea de que había que llegar hasta Oporto aunque solamente lo consiguiera uno de nosotros.
Al reanudar la marcha comprobamos que pese a que habíamos descargado algo de peso, las mochilas nos seguían machacando los pies. Pero no cejamos en nuestro empeño y continuamos dándonos ánimos y con la esperanza de encontrar algún lugar no reseñado en el mapa donde poder tomarnos una cerveza. Así llegamos a una estación -posiblemente la del pueblo de Numao- donde nos pareció que había un pequeño núcleo urbano. Nos metimos en el y solamente vimos a una persona que parecía no entendernos cuando le hablamos en castellano, lo cual nos pareció extraño hasta que pudimos comprobar que no era portugués sino ucraniano. Solamente pudimos entenderle que trabajaba como obrero del campo, que también había trabajado en España y que el bar mas cercano estaba al otro lado del río, en un hermoso camping que ya nosotros habíamos visto desde la vía mientras nos desesperábamos comprobando que casi todas las zonas habitadas estaban en el margen derecho del Duero- algo explicable si pensamos en que aquélla orilla, además de ser en general menos escarpada, estaba mejor orientada al sur para ser habitable que la umbría por la que discurría la vía del tren. En lo único que pudo auxiliarnos nuestro amigo ucraniano fue en abastecernos de abundante agua, ya que la sed empezaba a hacer mella bajo un sol verdaderamente intenso. A escasos metros de allí nos encontramos con un convento de blancas y robustas paredes y nos planteamos la posibilidad de tirar el agua tan amablemente conseguida para entra a pedirla allí y poder disfrutar, recatadamente, de ver el hermoso rostro de alguna novicia. Pero continuamos andando y comprobando que, al contrario de lo que pensamos antes de comenzar el viaje, los arribes no solamente no han desaparecido sino que ahora vuelven a ser cada vez mas pronunciados hasta el punto de que nos volvemos a encontrar con nuevos túneles en los que no tenemos más remedio que adentrarnos. Dos de ellos, muy próximos entre sí, son verdaderamente espectaculares ya que discurren al lado mismo del río formando una cerrada curva y dejando ver un intenso contrate de luces y sombras ente las entradas y salidas de ambos. Otro de ellos era totalmente recto pero peligrosamente largo -calculamos que de unos mil metros- y lo pasamos a toda velocidad temerosos de que pasara algún tren. (Aquí quiero recomendar a quien se le ocurra la aventura de recorrer esta zona que intente por todos los medios no entrar en los túneles y que si lo hace sea con las máximas precauciones, incluido tirarse al suelo si ve que no puede llegar a una de las zonas de seguridad que hay dentro de los muros, ya que pudimos comprobar que no hay mucho espacio para simplemente arrimarse a la pared.)
Despues caminamos por un paisaje en gran parte modelado por el hombre desde épocas inmemorables. Así nos lo demuestran los elaborados bancales que ascienden por las pronunciadas laderas creando ricas viñas donde antiguamente solamente había guijarros pizarrosos. Nos llaman la atención algunos bancales perfectamente construidos con masponteria de pizarra unidos entre sí, no con los habituales rampas de tierra a ambos extremos de los mismos , sino mediante rusticas escalinatas de piedra perfectamente alineadas a lo largo y a lo alto de toda la montaña.
Miramos el mapa y comprobamos que a escasos kilómetros el tren cruza el Duero y más allá discurre definitivamente por la orilla derecha del río. Decidimos que allí abandonaremos definitivamente el monótono deambular por las traviesas y los rollos y tomaremos la carretera que va hasta San Joao da Pesqueira. Intentaremos estar a ese pueblo antes de que anochezca. Así, tomamos esa dirección cuando llegamos al apeadero de Vale da Figueira, junto al gran puente que cruza el Duero. Hasta aquí nos siguió la obstinada perra pese a que continuamos asustándola para que no viniera con nosotros. Creemos que no era la primera vez que hacia ese camino y que solamente estaba acostumbrada a andar por la vía, tal vez recogiendo restos de comida que arrojaran los viajeros por las ventanillas. Fue un alivio el que nos abandonara ya que era un verdadero peligro que nos siguiera por la carretera con el consiguiente riesgo para los coches, algo que no hubiéramos permitido jamás.
Más o menos a un kilómetro nos encontramos la sorpresa de ver un modrerno mesón al lado de la carretera y junto a una playa artificial en cuyas aguas nos quedamos con ganas de meternos para refrescar nuestros doloridos pies. Lo que si hicimos fue bebernos las primeras cervezas después de salir de España y de haber andado cincuenta y tres duros kilómetros por la vía del tren. Con la sed y el cansancio que arrastramos nos supieron como un verdadero manjar. Desde allí llamamos a la familia desde un teléfono público y, tras descansar unos minutos, nos propusimos llegar hasta San Joao da Pesqueira aunque fuera anochecido ya que nos informaron que quedaban unos ocho kilómetros. A partir de aquí pasé yo uno de los peores momentos de todo el camino. Una alergia, seguramente producida por el polen de los abundantes olivos, me comenzó a impedir respirar bien y me creo una conjuntivitis aguda en los ojos. Bromeamos con ello y Manolo me hizo una proposición deshonesta en el sentido de que, puesto que Sebastián ya había abandonado, estaba dispuesto a pagarme para que también yo lo hiciera y así tener el orgullo de llegar él sólo hasta Oporto. Le seguí la broma diciéndole que no estuviera tan seguro de sus fuerzas pues aun quedaba mucho camino y ,tal vez, fuera yo el único que llegase hasta el final. En ese estado decidimos subir un poco mas por una carretera verdaderamente empinada y buscar un lugar para cenar y acostarnos. Llegamos a duras penas a medio camino buscando un cobijo abrigado ya que comenzaba a hacer un viento bastante fuerte. Vimos una caseta en medio de una viña y nos dirigimos allí. Estaba cerrada pero junto a ella había una mesa de pizarra y nos pareció un sitio ideal para cenar. Además las paredes de la pequeña construcción nos resguardaban totalmente del viento. Cenamos abundantemente acompañados de nuestra inseparable bota de vino y nos dispusimos a intentar dormir pese al dolor de nuestros pies. Ya la noche anterior habíamos podido comprobar que estos se recuperaban si los movías constantemente frotándolos entre sí o apoyándolos contra algún lugar mientras intentabas dormir. Por ello colocamos las mochilas bajo ellos y desde dentro de nuestros sacos de dormir las recorríamos apoyándolos a modo de un intenso masaje.
Ese día solamente habíamos andado treinta y ocho kilómetros y dormimos bajo un cielo limpio y estrellado después de contemplar desde lo alto del monte el reflejo plateado del Duero allá en el fondo del valle.