Día 21     

            De nuevo nos despertamos de madrugada para comenzar a andar cuanto antes .Nuestros pies parece que se han vuelto a recuperar. Especialmente los míos después de descubrir que no estaban tan lesionados. Los de Manolo dan pena pero, después de ponerles alguna tirita especial para las ampollas, están listos para seguir adelante. Sebastián sigue con los suyos destrozados a pesar de haber descansado el día anterior y nos esperará en Oporto. Quedamos para día 23 a mediodía en la puerta de la catedral.

      Antes de salir preguntamos por cual es el mejor camino a seguir. Nos informan que debemos ir por la carretera N 222, que es por la que circulamos durante el día anterior, y que nos esperan unos cien kilómetros. Nos parece una distancia razonable para hacerla en los dos días y medio que nos quedan.

            Cruzamos el río de nuevo y, al igual que el día anterior, comenzamos la mañana subiendo montes por una carretera en bastante mal estado. Nos confunde ver que al otro lado del río se ve otra que, construida al lado de la vía del tren, tiene un trazado tan llano que nos hace dudar de que realmente nos hayan informado bien. Pero seguimos adelante disfrutando de una mañana espléndida de sol y con una temperatura agradable. Además este día es domingo y a estas horas la circulación de automóviles es escasa. Manolo ha hecho toda la marcha ayudándose de una cayada y. como durante la tarde de ayer ya nos habíamos lamentado de que yo no llevara ni siquiera un palo, aunque solamente fuera para defendernos de la posible agresión de los indeseables que nos habían estado molestando, decidimos parar a cortar uno, a ser posible, bastante gordo. La verdad es que un palo es un buen apoyo para caminar, sobre todo si llevas bastante peso en la mochila, pero yo no suelo llevarlo por que se que en seguida los pierdo. Ese día creo que lo hice en tres ocasiones.

         No habíamos andado mucho cuando a nuestro lado se detiene un Renaul 21 conducido por -¿quien iba a ser?- uno de los chavales que nos habían acosado el día anterior. Con él viajaban dos personas diferentes y no tan jóvenes como sus colegas de la tarde. De nuevo no sabemos cuales son sus intenciones pero, aunque intentó hablar con nosotros, Manolo le dijo de malas maneras que nos dejaran en paz y siguieran su camino. Yo simplemente me quede mirándolos muy serio, esta vez con el palo en la mano, y decidieron acelerar su coche e irse. Pero no fue al último de ellos que vimos ya que un poco más adelante nos adelantó un destartalado ciclomotor sobre el que iba uno de los más jóvenes componentes de la ya verdaderamente pesada pandilla de gamberros. Dio la vuelta en una gasolinera cercana y cuado se aproximaba a nosotros hubo un momento en que pensé, tal era nuestro enfado, que Manolo le iba a dar un golpe con la cayada. Pero pasó alejado de nosotros y, definitivamente, esa fue la última vez que vimos a cualquiera de ellos.

            Desde antes de llegar a Regua el paisaje ha ido cambiando y las grandes explotaciones agrícolas ha ido sustituyéndose por parcelas más pequeñas rodeadas de importantes extensiones sin roturar. Las poblaciones ya no están tan localizadas y las casas se hallan desperdigadas a lo lardo de ambas orillas del Duero. Esta zona nos recuerda cada vez más a Galicia, con esos grandes concellos en los que hay un núcleo urbano principal donde se halla Iglesia y los servicios administrativos, rodeado de pequeños caseríos a lo largo de grandes extensiones de valles y montes, en los que el cultivo extensivo de la vid y el olivo ha dejado paso a pequeñas explotaciones familiares en las que empiezan a predominar las huertas, los pastos y cada vez más los pinos y los eucaliptos.

        Durante bastantes kilómetros y desde lo alto de los montes habíamos contemplado con envidia como por el otro lado del río continuaba llaneando la otra carretera, pero de pronto dejamos de verla y supusimos que a partir de ahí discurriría por zonas mas dificultosas que por las que nosotros caminamos y, por lo tanto, la información que nos habían dado era la correcta. Paramos a comer cerca de una pequeña población, esta vez a la sombra de una frondosa morera. De nuevo nos descalzamos para refrescar nuestros cada vez más doloridos pies. Además a Manolo le ha empezado a doler un tobillo y una rodilla; Y yo, aunque sigo sin ampollas , descubro que las botas me han empezado a rozar en la parte superior de los dedos. 

            Cuando reanudamos la marcha ya se nos nota cierto deterioro en los primeros pasos antes de que se calienten los músculos y las plantas de los pies se acostumbren de nuevo al peso de las mochilas, las cuales, a pesar de que seguimos comiendo solamente de lo que llevamos en ellas, parece que siguen pesando lo mismo. La gente nos pregunta si vamos a Fátima. La verdad es que si éste por el que vamos no es un camino de peregrinación, tiene todas las pintas ya que desde hace mucho tiempo hemos visto como al lado de la carretera hay numerosos altares dedicados a la Virgen. Estos son pequeños y muy similares entre sí. Una especie de hornacina acoge a una pequeña imagen de María a cuyos pies se disponen varias velas para ser encendidas por los devotos. Los altares más antiguos están protegidas por entrelazadas celosías de hierro, mientras que en los modernos son fuertes cristales los que resguardan a las imágenes de posibles gamberradas. Muchos de  ellos suelen estar situados junto a las abundantes fuentes de aguas cristalinas y en algunas de éstas un cartel anuncia sus cualidades milagrosas.

           Antes de llegar al pueblo de Resende la carretera nos separa varios kilómetros del cauce del Duero y nos hace ascender junto a un importante torrente por un sinuoso camino, que discurre por un paisaje frondoso y lleno de pinares, y nos hace pensar que de nuevo tendremos que ascender a los montes. Nos asombra ver como, pese al mal estado del firme y la gran cantidad de curvas que hay, los coches circulan a una velocidad exagerada. Tenemos que andar con mucho cuidado dada la ausencia de arcenes y llegamos a pensar que la gente utilizaba este tramo de la carretera para celebrar competiciones privadas. Ya en el pueblo vemos que éste se trata de una pequeña ciudad pero, aunque nos hubiera gustado entrar a conocerla, tenemos que seguir adelante. Solamente paramos para preguntar de nuevo por la distancia que nos queda para Oporto. Nos dicen que aun tenemos que hacer noventa kilómetros. No nos cuadran las cuentas ya que, según nos dijeron en Regua, nos quedarían ochenta como máximo. Esto nos desmoraliza totalmente ya que una diferencia de diez kilómetros suponía, dado lo ajustado del tiempo, que tendríamos que hacer un esfuerzo extraordinario para llegar a mediodía del 23 al lugar don de habíamos quedado con Sebastián. Pero seguimos el camino pensando que tal vez nos han informado mal y  ya preguntaremos de nuevo más adelante. 

            Cuando bajamos hacia uno de los valles por cuyas laderas discurre la carretera esquivando un torrente que se esconde en el fondo entre numerosos matorrales, nos alarman los desgarradores gritos que lanza una mujer desde un caserío situado junto a la carretera al otro lado del arroyo. Su voz era tan desgarradora que enseguida pensamos que allí había ocurrido una desgracia, seguramente un accidente, y se nos encogió el corazón. Dado lo sinuoso de camino aun tardamos varios minutos en llegar pero luego nos sorprendió que, aunque junto a la vivienda había varios coches, ninguno de ellos tenía el mínimo desperfecto ni se veía rastros de sangre sobre el asfalto. Pensamos que tal vez los gritos se habían debido a algún ataque de locura. Pero varios kilómetros más abajo, ya cerca del puente que antes de llegar al pueblo de Cinfaes nos permitirá cruzar al otro lado del Duero, vemos como están subiendo a un camión-grúa los restos de un automóvil. El golpe que había sufrido era tal que en un principio pensamos que se trataba de chatarra. El habitáculo estaba tan deformado que supusimos que alguno de sus ocupantes habría fallecido y entonces comprendimos la causa de los desolados lamentos que más atrás nos habían impresionado, seguramente cuando en aquella casa se tuvo conocimiento del trágico accidente junto a cuyos restos pasamos sobrecogidos. Pero está oscureciendo y debemos seguir nuestro camino.

            Cruzamos el Duero por un moderno puente junto al que podemos ver un lujoso hotel en cuyo muelle fluvial hay amarradas bastantes embarcaciones deportivas. Más allá del río por fin vemos una señal indicadora de la distancia que hay hasta Oporto.  Leemos setenta kilómetros pero, como desde allí parten do carreteras, una de las cuales discurre paralela al Duero mientras que la otra lleva hasta Oporto por una autopista más allá del la ciudad de Marco de Canaveses, tenemos que volver a preguntar a los lugareños. Desde el mal encuentro que habíamos tenido con los jóvenes antes de Peso da Regua, habíamos tenido mucho cuidado en preguntar solamente a gente mayor y así lo hicimos esta vez. Dos amables señoras nos dijeron que por ambas carreteras la distancia era casi la misma aunque la que discurría paralela al río lo hacía entre montes. Esta información nos proporciona una alegría enorme ya que setenta kilómetros nos pareció una distancia razonable para el día y medio que nos quedaba. Tendríamos que seguir junto al río - desde un principio desechamos ir hasta la autopista- y no nos atemorizaba saber que tal vez tendríamos que volver a subir a la montaña, ¿Acaso no lo llevábamos haciendo desde que salimos de España?. Le contamos a las dos buenas mujeres desde donde veníamos y cual era nuestro propósito y toda nuestra precaución para no hacernos notar demasiado se fue al traste pues enseguida comenzaron a pregonarlo por toda la calle cuando nos separamos e ellas para buscar un lugar donde dormir.

           Ha anochecido y vemos  numerosas farolas repartidas por toda la ladera del río por la que ha de ir la carretera. Esto nos indica que aunque en el mapa no vemos dibujado ninguna población esta zona debe de estar ocupada por numerosas urbanizaciones y de casas distribuidas por toda la falda de las colinas que nos separan de la altiplanicie. Nos tememos que nos va a costar encontrar un lugar despoblado donde poder acampar. Buscamos durante casi una hora pero no nos importaba demasiado seguir andando ya que nos quitábamos camino del día siguiente. Pese a estar densamente poblado este lugar, la verdad es que las viviendas se hallaban bastante alejadas de la carretera y, puesto que ya estaba totalmente anochecido, empezamos a tomar precauciones y, escarmentados del día anterior, nos escondíamos cada vez que se acercaba un coche. En varias ocasiones buscamos entre la oscuridad un lugar donde descansar pero o bien estaba demasiado escarpado y lleno de maleza o bien nos encontrábamos alguna vivienda demasiado cerca. Mientras nos ladraban los perros desde todas partes, comenzamos a experimentar la misma sensación de desamparo que deben sentir todos esos inmigrantes ilegales que sabemos que deambulan por las carreteras del sur escondiéndose de la policía y buscando cualquier cobijo donde reposar sus doloridos huesos. Finalmente salimos por un camino de tierra que ascendía hasta varias casas y pudimos adentrarnos a penas unos metros en un pequeño bosque de pinos. Las casas estaba muy cercanas pero el cansancio ya podía más que la precaución de escondernos para no ser molestados. Así nos dispusimos a sacar nuestra cena , de nuevo a base de jamón, lomo, chorizo, salchichón y queso , todo ello regado con el vino de nuestra inseparable bota. Después preparamos las esterillas y los sacos de dormir y nos dispusimos a descansar bajo la luz de la luna que nos había iluminado durante la cena pues no habíamos encendido la linterna para no ser descubiertos.