Día 23     

            Cuando la noche anterior nos quisimos dormir ya eran las doce pasadas. Nos habíamos propuestos levantarnos antes de las cinco de la madrugada y así lo hicimos. Aunque había casas cerca no nos pareció que estuvieran habitadas o, al menos, no tenían perros y ello nos permitió dormir intensamente aunque, ya casi de una manera mecánica, no dejamos de mover nuestros pies de un lado para otro para masajéalos y tenerlos recuperados para afrontar la última etapa por tierras del Duero.

            Cuando esta mañana salimos de nuestros sacos pudimos comprobar que la hierba estaba llena de rocío y de que todas nuestras cosas estaban empapadas de agua. Las guardamos como pudimos y nos lanzamos a la carretera. A aquellas horas la circulación era casi nula y cuando conseguimos desentumecer nuestro cuerpo avanzamos con gran facilidad  aprovechando la fresca de las primeras horas del día. Pero, como si fuera nuestro sino, pronto comenzamos a ascender hacia los montes. Durante varios kilómetros anduvimos por una carretera que se escondía entre pequeños bosques de pinos y eucaliptos. Manolo subía bastante mal debido a que se habían acentuado sus molestias en una rodilla y en un tobillo. Para mi lo malo era descender y lo que temía de las subidas era el saber que más tarde habría que regresar al nivel del río. Así ocurriría después de bastante sufrimiento y, antes de llegar al pueblo de Foz do Suosa, nos encontraríamos con la que supusimos la última presa antes de llegar a Oporto. Esto nos lo confirmó enseguida la percepción de los efectos de las mareas sobre las orillas del río y ese característico olor a mar ya podíamos percibir aunque aun nos hallábamos a unos quince kilómetros de Oporto. Al lado de esta presa, de muy escasa altura, pudimos ver amarradas bastantes barcas de similares a aquellas que habíamos visto en Regua y que nos habían contado que desde siempre se habían utilizado para transportar toneles de vino y aceite por el cauce del río hasta la gran ciudad. 

            Lo peor de los escasos kilómetros que no quedaba para llegar hasta aquella fue el pésimo estado de la carretera y el constante trasiego de vehículos, muchos de ellos camiones. Además de la existencia de numerosas curvas la casi total ausencia de arcenes nos obligaba a ir materialmente pegados a las chapas de los quitamiedos que protegían a los vehículos de una posible accidente. Ello nos obligaba a ir constantemente pendientes de los coches que venían de frente, alguno de los cuales se arrimaba peligrosamente a nosotros.

            Aunque ya nos quedaba poco camino la verdad es que daba pena vernos. Manolo iba cojeando ayudado en una mano con su inseparable cayada y en la otra con un palo cortado al efecto. Yo caminaba agachado por el peso de la mochila y así mismo ayudado con otro palo. Decía Manolo que me parecía al Papa y yo le replicaba que él parecía que le iba haciendo burla a su tío Santos Puchaco, cojeando como éste lo hace habitualmente. Pero cuando pasábamos cerca de algún grupo de gente me decía "¡ Luis ponte derecho que hay que pasar con dignidad ! y él dejaba de pisar ladeado y se ponía el palo al hombro como si lo llevara de adorno.

            Pensamos que pronto comenzaríamos a ver los suburbios de la ciudad una vez que ya habíamos descartado aquella imagen idílica que nos habíamos creado de grandes viñedos al lado del río. Muy al contrario, comprobamos que la zona por donde vamos sigue estando bastante despoblada y ocupada por bosques de pinos bastante frondosos. Por fin avistamos la ansiada meta y aceleramos nuestro paso alentadas nuestras fuerzas por la alegría de ver cerca la superación del reto propuesto. Sabíamos que llegar hasta el centro de la ciudad nos llevaría bastante tiempo y, como habíamos quedado a mediodía con Sebastián, nos mancamos la meta de que, si no podíamos llegar en ese tiempo a la catedral, al menos llegaríamos hasta el kilómetro 0 de la carretera y allí cogeríamos un taxi para que no nos pasara lo que en Regua y poder contactar con aquel.

        Entramos en Oporto por un populoso barrio entre cuyas viviendas se intercalaba alguna factoría pero tampoco nos dio la sensación de estar entrando en una importante ciudad industrial que sabemos que es la capital del norte de Portugal. Nos hicimos una fotografía en el Klm. 1 por si no existiera el machón del Klm. 0 (como así ocurrió) y nos adentramos en la ciudad por un amplio y acondicionado paseo fluvial. No habíamos querido ni siquiera ver fotografías de Oporto para poder contemplar la ciudad con los ojos del viajero que llega a un paraje desconocido. Así pudimos contemplar la asombrosa magnitud de los puentes que, superpuestos unos sobre otros en la lejanía, unen las dos orillas de un Duero extrañamente encajonado pese a la cercanía de su desembocadura en el mar. Cuando llegamos al Klm. 0 ya eran mas de la 1.30 y calculamos que aun nos quedaban unos cuatro klms. para llegar al centro. Sabíamos que ello nos supondría caminar una hora y nuestra primera intención fue buscar un taxi, no por que nos hallásemos ralamente cansados sino por no hacer esperar a Sebastián. Pero nos fue imposible encontrar uno libre mientras seguíamos andando por el paseo fluvial. Finalmente decidimos acelerar el paso y llegar por nuestro propio pie.

            Paramos a preguntar por la distancia que nos quedaba a unos pescadores de caña que se entretenían junto al río y ¡Qué casualidad! allí se encontraba aquel viejo con el que habíamos estado hablando en el Bar Convite el día anterior. Nos alegramos de volver a encontrarnos y nos indico el camino a seguir para llegar a la catedral -allí llamada la Sè- que no era otro que una larga escalinata que ascendía casi vertical desde el río hasta lo alto de una gran roca sobre la que se dibujaba la siluetas de las almenas de una muralla.  Tomamos impulso y ascendimos este último tramo sin detenernos en ningún momento pese al cansancio que llevábamos, tal era el ansia de terminar el camino. Cuando llegamos arriba nos encontramos en una explanada desde la que podíamos contemplar gran parte de la ciudad antigua de Oporto. Numerosas torres de iglesias, alguna bastante lejana nos hicieron dudar de que ya hubiésemos terminado de andar pero cuando nos dirigíamos a pregunta a alguien sobre cual de ellas correspondía a la Sè, pudimos ver como Sebastián estaba filmando nuestra llegada. Nos felicitamos por haber llegado a la meta en el tiempo previsto y comprobamos que el podómetro marcaba la cifra de 217 kilómetros, de los cuales esa última mañana  -llegamos a las 14,40 horas- habíamos andado 28. Nos lavamos la cara en una fuente que hay en el mismo muro de la catedral junto a la que habíamos llegado casi sin darnos cuenta y nos dispusimos a buscar un lugar donde comer y a preparar nuestro viaje de regreso en el tren.

             Os podéis imaginar con que placer nos comimos, después de nuestra monótona dieta a base de embutido, un buen plato de bacalao a la brasa regado con abundante viño verde en un restaurante que ya había encontrado Sebastián. Pero casi no nos quedó tiempo para recorrer la ciudad de Oporto. Sin embargo nos sorprendió muy gratamente su belleza. Algún día volveremos para poder contemplarla detenidamente pero estoy seguro que no nos impresionara de la misma manera que cuando entramos en ella sin conocer nada de sus enormes puentes, verdaderas obras maestras de ingeniería, ni de sus numerosas iglesias y palacios, ni de las estrechas calles junto a la catedral donde bulle la vida como detenida en el tiempo, ni de la espectacular belleza de la antigua estación del tren desde la que ya al atardecer iniciamos nuestro camino de regreso hasta Pociño. Allí nos espera Chago de la Patro para llevarnos hasta Cabeza del Caballo. La noche nos impidió contemplar desde ese tren, que discurre a lo largo de cien kilómetros  junto al rió,  todos aquellos parajes que tan esforzadamente habíamos recorrido andando. Pero pronto volveremos a realizar más tranquilamente  todo el recorrido y así poder disfrutar más descansados de la contemplación de un paisaje, unos pueblos y una ciudad que merecen  el esfuerzo que derrochamos, pero que os puedo asegurar que no lo volveremos a hacer a pie y, menos aun, cargados con las mochilas que llevamos.

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